Biciclismos Ciclicos

Me encanta ir en bici al trabajo. Es una de las pocas rutinas de mi día que no me pesa en lo más mínimo. Por muchas veces que recorra los 11 kilometros que separan mi edificio de la oficina, el trayecto nunca se me antoja repetitivo, más bien al revés, me gusta que mi trayecto diario esté adornado por cientos de pequeños detalles conocidos. Parte de ese familiar mobiliario matinal está compuesto por personas, cuyas caras voy reconociendo a fuerza de cruzármelas a diario. Un buen ejemplo es la pareja de mormones que me encuentro a eso de las nueve y cuarto a la altura de Tetuan, montados en sendas Bromptons de color verde oscuro y ataviados con su caracteristico uniforme. Ellos también se han fijado en mi, porque hace un par de semanas que empezaron a saludarme amigablemente al pasar. También está el guarda del Hotel Intercontinental, cerca de la esquina con Rambla de Catalunya, ese que tiene un aire con Shrek, por lo alto y fornido que es. El que no deja de sorprenderme es el viejito del Rottveiler. Es un hombre muy polivalente, cada día me lo encuentro en una actitud distinta. Le he visto sentado en un banco, leyendo un libro; de pie junto a su perro, con cara de resignación, mientras espera, bolsa en mano, a que el animalito deposite el regalito de turno; mirando un escaparate mientras se saca los mocos; soltandole obscenidades a un grupo de quinceañeras... cualquier día me lo toparé saliendo de un banco, corriendo con una saca de dinero a cuestas y la policía pisándole los talones.
No obstante, mi personaje matutino favorito es la pelirroja-pecosa-y- regordeta-de-las-coletas-estilo-Pipi-Langstrup. Me la cruzo con puntualidad germánica a las nueve y veinticinco, a la altura de la Universidad. Viene con cara de velocidad y pose ortopédicamente aerodinámica, pedaleando como si le fuera la vida en ello. El sudor le corre generosamente por las sienes y va dando unos bufidos dignos de Maria Sharapova. Parece sacada de un cómic de Francisco Ibáñez.
Hace cosa de un mes, pasé por la Universidad una mañana sin toparme con ella y me extrañó. Lo primero que hice fue mirar el reloj, dando por hecho que me había adelantado unos minutos con respecto a mi horario habitual, pero marcaba las nueve y veinticinco como siempre. Al día siguiente me encontré con el mismo panorama, y al siguiente lo mismo. Algo le había sucedido. No tardé mucho en plantearme el porqué de su ausencia y mi cabeza empezó a escupir una teoría detrás de otra, cada una más peregrina que la anterior. Quizás la habían seleccionado para el casting del factor X y había dejado su trabajo… o tal vez se había marchado a Canadá a conocer a su cybernovio, residente en Quebec, un muchachillo igual de pecoso y pelirrojo que ella al que le gusta coleccionar sellos… o a lo mejor le había saboteado la bici un exnovio resentido, que todavía no le había perdonado los cuernos que le puso.
Lo normal es que me hubiera quedado con la intriga para siempre, pero al destino se le antojó proporcionarme la respuesta al enigma hace apenas unos días. Iba yo tan tranquilo andando por el Paseo de Gracia, de camino a la Casa del Libro cuando me la encontré de frente. La pobre iba bufando como siempre, pero sin la bicicleta. Los bufidos se debían esta vez a la falta de costumbre de andar con muletas. Lucía una escayola toda pintarrajeada que le cubría desde el pie hasta la rodilla.
Que aburrida puede llegar a resultar a veces la realidad.
En fin… enigma resuelto: la chica se partió el tobillo y por eso no podía montar en bici.
Hmmm.... aunque nunca se sabe... quizás le rompió el tobillo aquel exnovio despechado al que le puso los cuernos.